Tales evangelios son el Protoevangelio de Santiago (capítulo XI al XXII) seguramente el que trata con más extensión estas materias, donde ya se menciona la cueva como lugar de nacimiento de Jesús, y en el que se introduce la presencia de las Parteras, Zelemi y Maic, requeridas por José para el alumbramiento y que luego darán testimonio de la virginidad de María; el Pseudo Mateo, del capítulo IV al final, en el que por vez primera aparecen las figuras de la mula y el buey, en cumplimiento de las profecías de Isaías, “el buey conoció a su amo y el asno a su señor”.
La ofrenda de los pastores ante el portal, la avanzada edad del patriarca, la profesión de carpintero del mismo, la vara florecida de José, el resplandor que emana de la cuna donde reposa el Niño, muchos de los milagros, la Huída a Egipto, la fuente que surgió en el desierto…son, entre otros, episodios que se narran en los evangelios apócrifos y que serán recogidos ampliamente en distintas representaciones del arte cristiano.
No podemos silenciar las revelaciones de Santa Brígida de Suecia, publicadas a mediados del siglo XIV, y en las que se dan multitud de detalles del parto de María. Es éste un parto habido sin el más mínimo dolor, lo que permite a la Virgen fajar al Niño, amamantarle (de esta revelación arranca la tan común iconografía de la Virgen de la leche) y acostarle en el pesebre.
No existe un acuerdo definitivo sobre cuál sería el año exacto del nacimiento de Jesús. Se lee en el martirologio romano que tal acontecimiento se produjo: El año cinco mil ciento noventa y nueve a partir de la creación del mundo.
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